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Biografías: Abigaíl Varela

Texto de Federica Palomero

Se ha insistido, y con razón, sobre el carácter tradicional de la escultura de Varela, y el mismo artista se ha explicado al respecto en varias oportunidades: "Tomé mi opción y trato de expresarla contemporáneamente sin plantearme el arte como una cuestión de rupturas". Es fácil reconocer en esta identificación suya con la tradiclón uno de los méritos de su trabajo: su relación con la técnica milenaria del bronce, con la eterna temática de la mujer, con los valores intrínsecos del quehacer escultórico.

De hecho, un estudio de su obra podría fundamentarse en esta pertenencia, la cual es además importante para el arte venezolano, escaso en aportes mayores a la modalidad del bronce figurativo. Pero es asimismo necesario seguir adelante para vislumbrar en Varela al artista contemporáneo quien, al tiempo que se apoya en una herencia -y él lo hace con firmeza-, la trastorna desde dentro en casi todos los niveles.

Su fidelidad inquebrantable es hacia la técnica: prácticamente la misma desde la antigua Sumeria y Egipto. Hay algo profundamente conmovedor en esa insistencia, esa terquedad del artesano que no se aparta de su oficio, de sus saberes y destrezas, que siente que esa pertenencia lo legitima y respalda, más aún frente a un contexto no pocas veces ajeno, por no decir hostil, a ese significado del hacer, del realizar, del encarnar el concepto en la materia.

En cambio, en el mismo instante en que Varela reafirma en la materia un valor escultórico tradicional, lo desdice y erige en su lugar, o junto a él, otro valor. Esta actitud no es acomodaticia y requiere del artista constantes cuestionamientos y reformulaciones, a partir de la historia del arte y desde su propio trabajo. Varela huye de las certidumbres y las afirmaciones, y termina estableciendo con el medio que tanto venera una relación colmada de ambigüedad.

La dialéctica incesante entre el equilibrio y el desequilibro, entre la silueta y el volumen, la masa y la liviandad, el estatismo y el movimiento es sólo un aspecto de esta relación. Aspecto desde luego esencial, porque da testimonio simbólico de la eterna lucha del escultor contra los materiales, de su necesidad existencial de negociar y componer con ellos, respetando sus exigencias y limitaciones y a la vez llevándolos a donde él quiere, para ser el soporte sin el cual no se corporeiza el concepto.

Por lo demás, y como resultado de todo lo anterior, de esa libertad del artista que no se conforma con las supuestas limitaciones materiales de su medio, hay en la obra de Abigaíl Varela un acento abstracto que parece querer negar la afirmación, en primera instancia inapelable, de que su obra es figurativa. Con sus deformaciones, su carácter elíptico y sintético, su presencia misma en el espacio, los personajes dibujan figuras casi abstractas, en todo caso desligadas de la mimesis; o las formas abstractas son las que se revisten de apariencias humanas. (Ambos puntos de vista se complementan.) La constante transición, con su consecuente inestabilidad, entre el plano y el volumen, transforma el cuerpo humano en pura materia plástica, maleable al antojo del artista, de la cual los referentes externos se diluyen.

Los contornos se resuelven en amplias líneas en las cuales las escasas rectas y las numerosas curvas se desligan de la silueta humana y adquieren su propio ritmo. Los volúmenes también se independizan. Así es como ciertas obras de Varela parecen evocar las formas abstractas de un Calder, pasando por las libertades surrealistas de un Miró. Una pierna extendida se convierte en el diálogo autónomo entre un volumen cilíndrico y otro curvo: “Sentada clamando al cielo II”, 1995.

En las esculturas de poses menos convencionales es donde se acentúa la tendencia a la abstracción, ya que de por sí éstas se alejan de los modelos figurativos conocidos. Este es el caso de “Caminadora viajera”, 1990, “Mujer con bola”, del mismo año, “Tótem sincrético”, 1993, “Mujer con bola II”, de 1997. Y, en última instancia, el proceso mismo de deformación del cuerpo, que nunca es agresivo a pesar de su radicalidad, y que hace que esas mujeres sólo son posibles en la escultura de Varela, deviene en un proceso de abstracción a medida que se aleja tanto del cuerpo femenino real como de las esculturas naturalistas. Este proceso, enfrentado a la introducción ocasional de detalles casi hiperrealistas (una maleta, un paquete) se refuerza entonces por contraste, aportando de paso un acento humorístico. Y el contraste puede llegar a ser una de las posibles lecturas de una obra mucho más compleja de lo que pudiera parecer a primera vista gracias a sus aspectos risueños, sensuales y hedonistas.

Aunque no se pueden identificar, con certeza científica e indiscutible, influencias muy precisas y categorizadas, y mucho menos puras y únicas, sino fundidas y sincréticas, existen en todas las obras de Abigaíl Varela unas referencias reconocibles, ya mencionadas, de las figuras prehistóricas y primitivas, de la estatuaria de la Grecia antigua y de la tradición de lo moderno. Referencias cruzadas que, de manera general, remiten también a ese espíritu del tiempo de fines del siglo XX, esa libertad de los artistas que disfrutan al no querer destacar por originales y poder más bien retomar de otros del pasado o del presente, todo aquello que les pueda servir para, por mezcla, interpretación y metamorfosis, construir su propio lenguaje, que a su vez, otros retomarán como punto de partida y así sucesivamente.

Asimismo, en el orden de las reinterpretaciones, Varela tiene preferencia por todos aquellos ecos de lo arcaico, que se reflejan en rostros cercanos a máscaras, cerrados e inexpresivos, con una nariz prominente, quje dibuja con el arco de las cejas una línea estilizada, los ojos hundidos y los labios gruesos.

En esto pertenece el artista a la "tradición de lo primitivo" que se inicia con el siglo XX y que en escultura marcará a artistas como Constantin Brancusi y Henry Moore. No es extraño encontrar cierto aire de familia entre algunas cabezas esculpidas por Henry Moore y las de Varela, pues el escultor inglés buscó su inspiración en las tallas y las cerámicas precolombinas.

Pero, por otra parte, Varela rechaza contundenternente su estatismo. Y vuelve entonces a la gran tradición griega del clasicismo y del helenismo, -negación de toda estética de tipo primitivo-, para que sus esculturas se animen y que corra por ellas el soplo vital.

Y al mismo tiempo, se aparta del concepto de la belleza según el ideal griego, para sugerir reminiscencias de otros estilos, -desde la Prehistoria hasta el expresionismo moderno-, en las cuales no interviene esa búsqueda. Sin embargo, no es tan fácil desentenderse, cuando se hace escultura de cuerpos femeninos, de los fantasmas de siglos en los cuales ésta se asociaba, de modo obvio y nunca puesto en tela de juicio, con la Belleza con mayúscula. A Varela, de todos modos, no le preocupa, como ha dejado de preocupar a la mayoría de los artistas contemporáneos. En este sentido decía Henry Moore: "La Belleza, en el sentido de la Grecia clásica o del Renacimiento, no es lo que persigo. Hay una diferencia funcional entre la belleza de la expresión y la fuerza de expresión. La primera tiene como propósito el agradar; la segunda tiende a una vitalidad

La belleza no está supeditada a lo ideal, menos aún a lo real. Puede ser que nazca del vitalismo que sostiene cada una de sus piezas, -hasta las más serenas-. Y aunque Varela no cuenta entre los escultores que dejan en la obra terminada la huella del proceso, al contrario, cuida especialmente el acabado para que en él sólo se transparente la sensualidad epidérmica de la escultura-mujer, logra traducir en otros términos, más sutiles, ocultos y etéreos, fundidos con la materia misma de su trabajo, el palpitar de la Creación.

Federica Palomero l agosto 2000

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